Por Andrés Manrique
PH: Ignacio Sanchez
Tronco es un trabajo para una bailarina, Mayra Bonard. La intérprete recibe al público sobre una pequeña plataforma que gira con lentitud, bajo una luz cenital. Está en cuclillas, desnuda. Sobre sus hombros reposa un segmento de tronco hueco que le cubre la cabeza. Ella es una de las fundadoras de El Descueve. Le ha dedicado la vida a la perfomance y a la danza. Tronco parece sugerirnos que cuando los límites entre cosas, contextos y personas se ablandan, la migración de las formas comienza un extraño tráfico donde lo anterior ya no se produce y lo que va a suceder todavía no se ha revelado. En ese interregno, al decir de Gramsci, sucede lo monstruoso: ¿que la piel se cubra de corteza nos vuelve más árboles, menos humanos? ¿Qué cierra y qué comienza la metamorfosis? ¿Será la búsqueda de transformar la humana existencia en otra cosa a través del movimiento lento que provoca la mutación? Tronco es permeable a la indeterminación que han dejado las palabras, como la pulpa y carne de la fruta que se descarta, para llevar en donde supo estar la cabeza, las cáscaras del lenguaje.
Tronco es un desafío urgente: ensaya otra especie de convivencia. Habrá que salir de la modernidad binaria. Si acercarse es una manera de hacer que el vínculo se transforme, imbricarse produce una mutación. El antropoceno, como no podía ser de otra manera, ya cayó. En el propio origen abrevaba su sentencia. Nuestra imaginación, remotamente, lo había advertido. Baste mencionar la figura del hombre con cabeza de león encontrada en las cuevas al sur de Alemania, que tiene una antigüedad de entre 35000 y 41000 años. ¿Pero qué implica el fundido inter especies sino el reconocimiento de la familiaridad íntima con el entorno, sino la participación de la vida atravesando una misma sopa cósmica? Para una cultura que trabaja a tiempo completo sobre la base de opuestas, de la diferencia y de la distinción, acercarnos a lo otro (animal, planta, persona o cosa) al punto de fundirnos, puede ser una idea incómoda, revulsiva. Y por eso mismo, subversiva.
La mitología está saturada de criaturas como el centauro, el minotauro, el macho cabrío. Estos sueños reposan en la inmemorial historia genética de la especie. Nuestra imaginación ha fundido el cuerpo humano al de otros reinos: vegetales, minerales, animales. El Bosco, el surrealismo. Y así como la mitología es parte de la aventura imaginaria en el camino de arrojar explicaciones, lo mejor del arte surge para poner en cuestión todas las respuestas.
¿Cuál es la cara del árbol? ¿Hacia dónde mira la especie?

Las identidades se ponen a prueba cuando la metamorfosis moldea el cambio. Tronco arremete sin ser árbol ni mujer. Las categorías huelgan, se desvanecen. Hay algo especialmente inquietante en la unión de una bailarina/ performer con un árbol. Se diría que están en las antípodas. Mientras una se identifica con el movimiento, los pies aleteando, incluso desprendida del suelo, el otro depende del arraigo. ¿Pero qué hay cuando bailamos sin mover un dedo, sin pestañar? La indeterminación abre el cuerpo. Más que lo que pasa en los 45 minutos que dura la obra, importa lo que queda flotante.
El pecado -si esa narrativa alguna vez aportó más sentido que el de usurpar nuestra capacidad de agencia- no deriva de morder la manzana, sino de lo que hacemos con la panza llena. El hambre nos hace dóciles y piadosos. La saciedad sostenida nos separa de la naturaleza, el excedente de energía nos consume de ambición. Los científicos predicen el fin de la vida humana desde hace décadas. ¿Será que eso ya pasó, como el futuro, pero seguimos atados a una antigua idea de especie y estamos ante algo nuevo que no llegamos a comprender? Podemos sostener, desde el Manifiesto para Cyborgs, junto a Donna Haraway, que no existe un solo organismo que no esté hibridado. Aunque dicha hibridación no sea visible o anatómica. ¿Habrá que comenzar a pensar en algún tipo diferenciado de alteridad? Perdemos la memoria del hambre, nos creemos impunes; cargamos las armas, nos disparamos los pies. ¿Tan asustados estamos? ¿Qué nos da tanto miedo?
Tronco metaforiza la interdependencia. Una relación sobre la cual, en este momento de híper individualismo, no viene mal insistir. La humanidad es otra clase de árbol. Un ecosistema que depende de las hojas más alejadas de las raíces como de las ramas, del tronco, de su corteza, de la savia, de la tierra y el aire que le toque en suerte. No es posible el bienestar si el ecosistema cuenta con tres cuartas partes comprometidas vitalmente. La más remota y delicada hoja beneficia o perjudica a todo el organismo. Si tierra o agua llegan contaminados, o los rayos de sol dejan de ser filtrados por los gases en la capa de ozono, pierde. Las relaciones entre las partes son de necesidad, de cooperación, de mutualismo. Si alguna de estas relaciones es afectada, el ecosistema se pone en riesgo. Nos comimos el fruto del árbol, a hachazos lo talamos. Arrancamos sus raíces de cuajo, y en su lugar esparcimos al voleo las semillas del desierto.
Si ya no soportamos esta humanidad y no queremos ser más parte, como se viene diciendo y poniendo de relieve diversamente: ¿será la corteza una nueva fisonomía posible, una nueva forma de ser?

La persona, en tanto máscara, es borrada por el tronco que le tapa la cara. ¿Qué nos mira sin cara; o si esta se vuelve hacia el interior del árbol? Pero la persona no está solo en la cara. El cuerpo fundido se vuelve identidad que justamente revela la máscara. Pero el desnudo del árbol y la piel del frío. La cultura metiendo los pies en la zanja, la zanja convirtiéndose en serpiente alada.
Y aunque caiga el árbol en medio del bosque y no quede un solo ser humano para escucharlo, el ecosistema habrá de ocuparse de su descomposición. De la muerte no sabemos, pero sí de la descomposición. Es condición ineludible de la metamorfosis: ¿la transformación deviene en decrepitud, necesariamente? ¿Y lo que había antes se pierde para siempre? ¿Bailar estará vinculado a poder darle nuevas formas al cuerpo? Del inicio al fin de la obra, Tronco es el que pasea por los cuatro ambientes de la escena, entre la nutrición, el aire, la representación y el agua.
Tronco es parte de la anatomía de nuestra especie. Sin bosques, la respiración enmudece. El pensamiento pierde pie ante la transformación que irrumpe y trastoca la realidad. Somos voraces más que infinitos, desalmados más que empáticos. Rústicos, incoherentes, autodestructivos. Y cretinos. Sobran las razones para querer abandonar la humanidad, que no es lo mismo que morir.
Una bailarina que no se expande en el espacio, a lo ancho, siempre es más inquietante que una que hace volar las plantas de los pies por el aire. Tronco funciona como una puesta situacional donde no hay información que inhiba. Si la comprensión es un mecanismo corporal, la percepción necesariamente es asumir que el cuerpo es parte de la sopa atómica general, que es en presente. La relación con el entorno es corporal, no hay chance de que no lo sea. ¿Si no entramos al árbol cuánto de él conocemos? ¿Si no logramos treparlo, que noción física de su altura podemos hacernos?
¿En esta especie de posthumanismo Tronco será la interfaz entre lo que somos y en lo que podríamos devenir?
Bailar como un tronco, moverse como un tronco, ser de madera, no irse por las ramas. Volver al tronco principal, echar raíces. La bailarina coronada por las cáscaras de frutas, por lo que son residuos. Apoltronada en un sillón para abolir las artimañas de un real que hay que modificar, de extrema urgencia.
Tronco es el hacha que mira hacia el rastro que deja el olvido de un bosque.
Qué: Tronco
Quién: Idea, dirección y performer: Mayra Bonard / Composición y músico en escena: Sebastian Verea
Cuándo: Viernes 1, 8 y 15 de agosto, 20 hs. Sábados 2, 9 y 16 de agosto 20 hs.
Dónde: Centro Cultural Borges / Viamonte 535 / Espacio Infinito




